"No te fíes nunca de las apariencias..."

sábado, 12 de diciembre de 2009

The island of vampires 16

Tras penetrar en el recibidor pude ver la gran escalera que caracterizaba a los más famosos castillos de los cuentos de hadas. Una larga alfombra roja que se dobla miles de veces siguiendo el ángulo de los escalones de mármol. Una barandilla de madera, de un tono miel. A ambos costados de la escalera, junto a la pared, sillones de estilo victoriano de colores púrpuras y dorados. Una puerta, de fina madera tallada en largos pétalos de flores, a mi izquierda. Y un pequeño grupo de personas si es lo que eran, murmurando.
El pálido chico avanzó unos pasos por delante y dejó caer su capa. Unos segundos después una chica menuda, que surgió del grupo que hablaba cerca nuestro, corrió y recogió la tela del frío suelo de piedra.
Él me miró con una sonrisa de suficiencia y se encogió de hombros:
– No es mucho de nuestro estilo llevar capas, pero nuestro amo sigue estando chapado a la antigua. – rió – Por cierto, me llamo Abdiel, encantado. – se arrodilló y tendiendo mi mano, rozó sus rojos labios contra mi piel. Pude oír un ligero gruñido que provenía de Leo, que se encontraba a unos metros de Abdiel y yo.
En ese momento oí un taconeo. Giré mi cuello a la vez que Leo. El tal Abdiel, sin haberme dado cuenta, yacía de pie apoyado de pie, a unos cinco o seis metros de mí, en la barandilla, contemplando a su amo. El sonido de los zapatos venía de un hombre de mediana estatura, de aspecto joven, con un acaramelado color de pelo, que le colgaba en una fina y larga coleta en el hombro derecho.
– Bienvenidos a nuestro hogar. – en una brillante sonrisa mostró sus colmillos. En su habla dejaba escapar un acento rumano – Soy Vlad, digamos el que toma el mando de estos jóvenes y no tan jóvenes – miró a Abdiel – aprendices.
Me quedé helada. Esa voz. Aquella voz fría y contundente, pero profunda era la de mi sueño. La que había clavado sus alargadas y afiladas uñas en mi cuello. Un amarga electricidad cruzó de hito a hito mi cuerpo. Miré a Leo quien se retorcía en el suelo agonizante.
– Quiero que le ayudéis. Por eso he venido aquí – me temblaban las manos.
– Oh, ya lo sé. He sido informado de tus condiciones. De momento te enseñaremos tu nueva habitación, los componentes del consejo tienen que llegar aún de sus respectivos países y tardarán unos pocos días.
– ¡No! No quiero dormir en este sitio. – el corazón me latía como nunca, como un pequeño potro corriendo.
– Me parece que no estás en posición de negarte – alzó la mano señalando a Leo.
– Emily... vete de... ¡AQUÍ! – la última palabra sonó como un terrible gruñido de león. Caminé hacia atrás. Dios santo, ¿en qué bestia horrible se estaba convirtiendo? ¿Qué podía hacer? Tanto Leo como yo estábamos metidos en esto, por cualquier razón que tuviera que ver con nuestros padres, pero ahora eramos nosotros los que sufriríamos las consecuencias. No podía desentenderme de Leonard, no podía.
– Me quedo – seguía escuchando los gritos de Leonard. Me dolía la cabeza. Dos hombres corpulentos vestidos con unas largas túnicas rojas y botas de piel desgastada lo cogieron por los hombros y le ataron a la boca una tela. Desaparecieron tras una puerta de hierro que se escondía tras el hueco de la escalera – ¿Dónde lo llevan? – pregunté con nerviosismo.
– Tranquila, cuidarán bien de él. Ya verás. Durante unos días tu amigo Leonard va estar algo... cómo decirlo... agresivo. Así que es más seguro para todos que esté en las mazmorras. – contestó Vlad – Ve con Abdiel, él te mostrará tu habitación. Vamos – cuando me di cuenta ya estaba detrás mío, y me empujaba escaleras arriba, junto a Abdiel.

Abdiel hizo una reverencia y me dejó pasar. Me condujo escaleras arriba hasta llegar unos dos pisos más arriba. Cruzamos un largo y no muy amplio pasillo con lámparas de aceite. No había mucha iluminación. Me estaba preguntando cómo podría huir de ese laberinto de castillo si fuera necesario.
– Por cierto, – di un pequeño saltito del susto que me llevé – en tu habitación dejaron un vestido. Esta noche, como tantas otras, tenemos una fiesta con algunos otros amigos.
– No tengo ganas de fiestas. – dije con contundencia. Abrí la puerta y cuando iba a cerrarla su bota se paró en el hueco que quedaba entre la puerta y el pasillo.
– No olvides lo que te ata aquí. – le miré con ira. Mis dedos apretaron la puerta con fuerza. Apartó el pie y cerré de un portazo.
Corrí hacia la cama y me lancé. Mis ojos sintieron un escozor... ese escozor. Y entonces me di cuenta que estaba llorando. Esto me superaba en creces. En ese momento recordé. Introduje mi mano en el bolsillo derecho y extraje mi móvil, el cual no solía utilizar demasiado. Marqué un número rápidamente.

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