"No te fíes nunca de las apariencias..."

sábado, 12 de diciembre de 2009

The island of vampires 1


Pude ver el sol entrar por las pequeñas rendijas de la ventana de mi habitación. Ya era de día. Hoy celebraba mi cumpleaños. Dieciocho ya... Por fin era mayor de edad para salir del orfanato Hamley. Un enorme orfanato en el que me había criado desde pequeña. No es que no me gustara vivir allí, pero necesitaba algo de libertad.
Me vestí con el uniforme del recinto, y salí de mi habitación. En el pasillo me encontré con Sam y Charlie, mis más preciados amigos en aquél lugar. Se quedaron parados mirándome con una amplia sonrisa. Anduve hacia las escaleras, y poniendo la mano en la barandilla de madera, comencé a bajarlas lentamente. Por mi lado izquierdo pasaron corriendo Charlie y Sam, saltando los escalones de tres en tres.
Sam, de dieciséis años, se crío en los barrios más bajos de Londres, la ciudad donde nos encontrábamos, y fue recogida por las personas de asuntos sociales y llevada aquí unos meses después, con seis años de edad. Tenía su precioso pelo pelirrojo siempre recogido en una coleta. Charlie, con diecisiete años, en cambio, fue rescatado del coche en llamas de sus padres, los cuales tuvieron un accidente y perdieron la vida en él. Él tenía algunas pequeñas quemaduras en las piernas, pero nada alarmante. Era blanco de piel, y sus ojos azules encandilaban a cualquiera. Llegó al centro con diez años. Por lo que consta, de mi no se sabe absolutamente nada. Cuando me encontraron, con cinco años, no recordaba nada, no había ningún documento que afirmara que viviera en el país, o en alguna ciudad. Era como si hubiese aparecido de la nada.
Al llegar abajo oí unas pequeñas risas que provenían del comedor. Aceleré el paso sin ir demasiado deprisa. Entré en la sala, pero no había nadie, al menos a primera vista. Avisté un trozo de falda de cuadros, detrás de una silla. Una mano apoyada en el suelo tras una mesa. De repente se abrieron las dos puertas de la cocina, y de ella salieron las cuatro cocineras con un pastel enorme en las manos. De la puerta que daba a la parte trasera del patio surgieron Sam y Charlie, con una enorme pancarta en la que se podía leer “¡¡FELICIDADES EMILY!!”. Me abalancé contra los dos y los abracé de tal forma que no me extrañaría tener agujetas al día siguiente. Se acercaron algunos tutores, y después vino la avalancha de niños a abrazarme. A continuación se aproximó otra de las personas más preciadas de mi vida, la tutora Amanda, ella era como una madre para mi.

Detrás de ella vi a la supervisora del centro, que se caminaba rápidamente con sus folletos. Se plantó delante de mi, y me dijo:
-Bueno, Emily, ya eres mayor de edad. Debes abandonar este recinto – ella seguía tan fría como siempre, pero la echaría de menos – Puedes quedarte una semana más.
-Está bien – solté una risa .
-Por cierto supongo que querrás unos padres de acogida, ¿no?
-De momento no quiero, estoy bien como estoy.
Incliné un poco la cabeza en un intento de despedirme y me dirigí hacia mi habitación.
Subí las escaleras de nuevo, y crucé el pasillo hasta llegar a mi habitación, la que compartía con Sam. Me contemplé en el espejo. Mi melena rubia, que llegaba un poco más abajo de mis hombros lucía una diadema de topos negros. Mis ojos marrones brillaban con la luz que entraba por las rendijas de la ventana. Tenía una cara aniñada, pero mi edad no era precisamente de una niña pequeña. Reí.

Me giré y vi un montón de regalos encima de mi cama, minuciosamente colocados. Corrí y me lancé en el único hueco libre que quedaba después de haber sido apartados. Abrí el primero, una caja azul que contenía una camiseta de estilo vintage, que tanto me gustaba ; el segundo era un paquete rojizo, dentro encontré un mono vaquero azul marino ; el tercero, era una caja envuelta en papel con el logotipo de Converse, rompí el papel y vi aquellas zapatillas con dibujos de arco iris al rededor de donde se encontraría el tobillo. Todos esos regalos me habían encantado. Hoy era un día especialmente feliz para mí.
La puerta izo un grito ahogado, y se abrió lentamente. Era Sam. Me preguntó si podía entrar, pregunta que me izo gracia al ser su habitación también. Asentí ligeramente, lo justo para que se percatara. Me regaló una de sus amplias sonrisas y se sentó a mi lado a ver los regalos.
– Mira, este es el regalo de Charlie y mío. ¿Te ha gustado? – tenía cara de preocupación, esperando una afirmativa. Sonreí.
– Pues claro que sí. Todos los regalos son preciosos. Y en especial vuestro regalo.
– Así que te han gustado las Converse.
– Claro que me han gustado, pero no solo me refería a eso... vuestra amistad vale muchísimo más que unas zapatillas -le abracé con tanta fuerza que dudo que pudiera respirar- Sabes que os echaré de menos, ¿verdad?
– Sí... Pero bueno, tenemos toda una semana por delante para hacer los preparativos, y pasarlo bien. De todas formas, nos visitarás, ¿no? Si no lo haces me enfadaré contigo – soltó una risotada – Te quiero mucho Emily.
– Vaya, me parece que es un sentimiento mutuo. ¿Que te parece si vamos a hacer rabiar a Charlie? También echaré de menos sus quejas. Venga, vamos.

Nos levantamos de la cama y nos pusimos bien las faldas. Salimos al pasillo y seguimos unos pasos más adelante hasta llegar a la bifurcación para llegar al pasillo donde estaban las habitaciones de los chicos. Pasamos por la puerta de McMike, un niño algo rebelde, la cual estaba repleta de carteles en los que se podía leer “NO PASAR”, otros con la señal de prohibido el paso. Y por fin
llegamos a los aposentos de mi querido amigo. Tocamos a la puerta y oímos su voz ronca.
– Ya voy, esperar – se oyó un golpe. Sonaba como si algo hubiese caído al suelo – !Ah!
– ¿Pero que … – giré el pomo y empujé la puerta de tal forma que esta pegó contra la
pared – ¡Charlie! ¿Estás bien?
– Sí, eso creo... Es que me estaba poniendo los pantalones y... bueno tropecé.
– Espero que cuando me vaya no sigas igual de torpe. Ya no estaré para ir vigilando tus pasos.

Charlie siempre había sido bastante patoso, y como es de esperar, Sam y yo siempre que íbamos con él también debíamos estar alerta por si las moscas. Le enseñamos los regalos y creo que se entusiasmo mucho más que yo al verlos. Por la noche seguía la rutina. Bajamos al comedor y tomamos nuestra cena. Estuvimos comentando el día en la biblioteca – una charla que hacíamos todas las noches hablando sobre las experiencias vividas durante el día – y después nos fuimos todos a dormir a nuestras habitaciones. Habían sido una mañana y tarde bastante ajetreadas.
A lo que corresponde a esa última semana allí fue muy normal. La verdad es que me lo pasé fantásticamente, ya que como también coincidía con las vacaciones de verano hicimos unas excursiones. Sobre todo los que más bien se lo pasaron fueron los pequeños del centro. Visitamos algunos museos, el parque de atracciones y fuimos en autobús hasta el puerto de mercancías de Portsmouth. Fue maravilloso.
Ya estábamos en el centro, en las habitaciones. Sam y yo nos lanzamos en nuestras camas sin pensarlo. Ya habíamos cenado en un bar de carretera y teníamos un sueño aturdidor. Nos pusimos nuestros pijamas y nos deslizamos entre las sábanas. No tardé demasiado en dormirme. Aquella sería la última noche que dormiría en esa cama tan cómoda, que comería en el amplio comedor, que
pasaría todos los días con Sam y Charlie... La última.

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